Los horizontes que
vamos inventando
SANTIAGO GIL
Regresé para que la vida no se me escapara sin darme cuenta. Quería ver amanecer y atardecer cada día, sentarme a mirar el océano y seguir buscando quimeras más allá del horizonte. Viví en Düsseldorf los últimos treinta años. Ahora sigo trabajando allí, pero asomado a la playa de Las Canteras. Me fui de Gran Canaria después de terminar la carrera de Informática. Venía todos los veranos y también en Navidades. Nunca he dejado de venir en Navidades.
Ahora vivo aquí y viajó a Alemania, a Estados Unidos o a Japón para seguir desarrollando todos los programas de Inteligencia Artificial en los que participo. Fui de los primeros que vio el futuro en el Chat GPT y sigo siendo de los que más saben y más pueden aportar en su avance. Por eso puedo vivir en Gran Canaria.
He ganado mucho dinero y decido las condiciones de mi contrato. Este texto también lo podría escribir la IA; pero la IA no tiene la memoria de mi subconsciente, ni puede sentir lo que yo necesito sentir cuando escribo mis recuerdos o cuando quiero traer a la vida a quienes ya no están en ella. Eso lo aprendí de niño delante de este mismo océano que nunca para de moverse para que no olvidemos la condición viajera y cambiante de nuestra propia existencia. Tampoco conoció a mi abuela, ni reconoce el olor del mazapán que yo soy capaz de oler como cuando subía cada año a Tejeda con mi abuelo, justo antes de la Nochebuena.
‘….regresé para que la vida
no se me escapara sin darme cuenta.”
En las Navidades de mi infancia solo había regalos el día de Reyes. La Navidad se celebraba la noche del 24 de diciembre yendo a la iglesia a escuchar la Misa del Gallo y besando luego el pie del Niño Jesús. Yo tenía ocho años cuando logré mantenerme despierto más allá de las doce de la noche para recorrer las calles del pueblo en el que vivía mi abuela como si ya fuera un niño grande. Mi abuela vivía en Guía, justo encima de donde mi abuelo tenía un colmado con siete puertas en el que vendía todo lo que uno pueda imaginarse, aunque lo que más venían a buscar era el Queso de Flor y las cestas de Navidad cuando llegaba diciembre.
Recuerdo que mi abuelo ponía unas luces de colores encima de todas las puertas y que, justo al día siguiente de que yo llegara de Guanarteme para pasar las vacaciones, nos montábamos muy temprano en su coche y recorríamos carreteras interminables que nos llevaban a Tejeda.
El Roque Nublo y el Bentayga me impresionaron entonces como me siguen impresionando ahora cada vez que subo a la Cumbre buscando la felicidad en medio de barrancos y riscales en los que la energía de la tierra parece que se adentra por cada poro de mi alma. Mi abuelo llenaba el coche de mazapanes y de bienmesabes de almendra y miel, pero yo tenía la suerte de andar por la Dulcería Nublo probando todos los dulces y mirando como miran los niños cuando quieren descubrir la magia de lo que observan, aquel proceso de fabricación de un mazapán que era duro por fuera y blando por dentro, como muchas de las cosas que fui encontrando luego en mi camino.
Antes de regresar a Guía, siempre nos deteníamos en el Parador de Cruz de Tejeda, y yo me subía encima de una burrita llamada Sofía con quien me veía como los vaqueros de las películas de los sábados por la tarde que emitían en el único canal que había entonces en la tele.
Mi abuela preparaba un Belén con luces de colores, charcos de platina y figuras que parecían reales en el salón de su casa, sobre todo cuando me despertaba y aquel decorado lograba que los sueños no desaparecieran con la luz de la mañana. Yo sentía la magia de los Reyes Magos cuando los colocaba junto a un castillo de celofán y madera, y cuando veía que cada día estaban más cerca del pesebre. No recuerdo noches más mágicas que las de las vísperas de Reyes. Yo los llegaba a escuchar en el desvelo de la madrugada. Mi ilusión desbordante casi no me dejaba pegar ojo y a las cinco de la mañana ya estaba poniendo en funcionamiento las sirenas de las ambulancias, los destellos de los coches teledirigidos o el timbre de aquella primera bicicleta roja con la que casi volaba por las calles del pueblo.
Todos esos regalos los encontraba delante del Belén que había creado mi abuela. Mis padres se quedaban esos días en Guía, y desde que podía me iba a la Plaza Grande a disfrutar de todo aquel estruendo de juguetes, muñecas, robots y niños que corrían detrás de los balones de reglamento con aquellas camisetas de tela amarilla de la Unión Deportiva Las Palmas.
Lo que cuento aconteció antes de los diez años. Un día, a la salida del colegio, mi padre me llevó a comer un helado a la Peña de la Vieja y me dijo que mi abuela había muerto. No volvimos a Guía. Mi abuelo cerró el negocio y se vino a vivir con nosotros a la casa terrera de Guanarteme. Las primeras navidades sin mi abuela, todos trataban de que no hubiera tristeza; pero ya no subí con mi abuelo a Tejeda, ni el Belén era igual aunque los Reyes Magos fueran en los mismos camellos y salieran del mismo castillo de Oriente.
Yo ya escribía la carta de los Reyes y la llevaba personalmente al buzón de Correos después de que mi madre la corrigiera. Aquel año no les pedí ningún regalo material, solo les puse en la carta que quería volver a ver a mi abuela paterna. A los abuelos maternos no los llegué a conocer, aunque mi madre me habló tanto de ellos que también conseguía que se sentaran en la mesa de Nochebuena como se sientan todos los ausentes cada vez que alguien los recuerda.
Aquella noche de Reyes no pude pegar ojo. Yo todavía creía que vería a mi abuela, aunque solo fuera un segundo, en el salón de aquella casa a la que llegaba el sonido de las olas de La Cícer. No encontré a mi abuela junto a mi zapato cuando me levanté a las cinco de la mañana. Solo había una tabla de surf, unos libros, unos Juegos Reunidos y una nota escrita a mano con tinta de colores.
Los Reyes Magos me contaban que mi abuela estaba al final del horizonte de la playa, pero que para verla tenía que aprender a buscar la belleza más allá de donde terminaba mi mirada. Me decían que no desesperara; pero que nunca dejara de buscarla.
Eso es lo que hice todos los días que estuve en la orilla con mi abuelo. Un vecino, cuatro años mayor que yo, era de los primeros surferos, y fue quien me enseñó a coger olas en los ratos que no estaba con la mirada perdida en el horizonte. Eso es lo que sigo haciendo cada día, mirando el horizonte y bajando a la playa a dejarme llevar por las olas de La Cícer.
Con mi abuelo aprendí a construir figuras en la arena y a recrear volcanes en los que luego metíamos unos papeles que quemábamos para ver cómo el humo se mezclaba con la brisa. Cuando llegaba la Navidad, tratábamos de crear las figuras de los Reyes Magos, y poco a poco lo fuimos consiguiendo; pero luego subía la marea y se llevaba en un golpe de mar nuestro trabajo de muchas horas.
“..al llegar a la Puntilla,
he visto el Belén de Arena..”
Hoy es el Día de Reyes. He bajado a las cinco de la mañana a pasear por la playa y, al llegar a la zona de La Puntilla, he visto el Belén de Arena. Le pedí al vigilante que si me dejaba pasar un momento, y me vi ante unos Reyes Magos imponentes que había creado Etual Ojeda mientras escuchaba de fondo el estruendo de las olas de la orilla y también de las que rompían contra La Barra, donde el sonido del Atlántico se parece aún más al Atlántico del que escribían los poetas Alonso Quesada y Tomás Morales.
Me despedí del vigilante y bajé a la orilla para darme un baño cuando todavía estaba todo oscuro en la playa. Fue amaneciendo poco a poco mientras buscaba a mi abuela en el horizonte en el que aún se veían las luces de Tenerife. Yo la veo cada día desde que aprendí, aquella noche de Reyes, que uno puede ver lo que quiera si realmente lo busca mucho más allá de lo que nos dicen que podemos ver o sentir como humanos.
Hoy no es día de fiesta en Düsseldorf. Yo estuve casi toda la noche despierto desarrollando un nuevo programa de recreación virtual para la IA. Para probar lo que estaba buscando utilicé unas películas de Super-8 y muchas fotografías que tenía de mi abuela. Después coloqué la pantalla del portátil justo delante de la ventana que mira a la Playa de Las Canteras, en Punta Brava, al lado de la que llaman la Casa del Poeta.
Allí estaba mi abuela, en el horizonte, entre las olas que resonaban tras el cristal abierto. Me miraba y me hablaba como si estuviera a mi lado. Siempre lo ha estado. Este texto es realmente una carta para ella. Y todo lo que he buscado en mi trabajo con la Inteligencia Artificial ha sido para poder verla como hace un momento en una pantalla que desaparecía ante la magnitud casi infinita del océano. Los Reyes Magos de Oriente tenían razón cuando me lo contaron en aquella nota que dejaron escrita hace cuarenta y siete años en mi casa de Guanarteme.
SOBRE EL AUTOR
Santiago Gil
El escritor y periodista Santiago Gil (Guía de Gran Canaria, 1967) es autor de una extensísima obra que incluye novelas, libros de cuentos, libros infantiles, poemarios, memorias o una amplia producción de artículos y columnas en diarios de Canarias. Lleva a sus libros temas propios de la cultura canaria, mezclando temas contemporáneos con un pizco de nostalgia y recuerdos de la vida rural de antaño. Santiago ha sido galardonado con el Premio Internacional de Novela Benito Pérez Galdós o el Premio Esperanza Spínola. Sus últimos trabajos son el libro de relatos ‘Rastros de vidas y palabras‘ y la novela ‘Los días de Guayedra’.